La forma tiende a mutar; nunca es estática. Vivimos inmersos
en un proceso de transformación incesante, del que en algún momento surgió el
tiempo como concepto e instrumento de medida. Se trata de un producto de la
experimentación y la observación del fenómeno del cambio, y no es más que
una entelequia que usamos para comparar los diversos estadios de la
transitoriedad, del flujo inasible de la vida que sucede porque
sí; con sus propias leyes y a su propio ritmo.
¿Para qué estoy utilizando este valioso instrumento de la
evolución?
Podría dividir un día en 24 horas: despertarme, pasadas las 7 primeras, para ir al trabajo, e invertir las 7 siguientes en ganarme la vida y otras
7 en gastarla entre ocios y aficiones. Las 3 restantes podría utilizarlas para
los cuidados, la alimentación, las transiciones... el mantenimiento del entorno
que me define como un ser conectado con lo próximo y con lo desconocido. Un ser que ha asumido la experiencia de habitar el mundo de la
forma; de la propia forma del cuerpo físico y mental que lo caracteriza. Un ser
que en su despliegue, en la sucesión de sus aconteceres vitales, memoriza de manera
selectiva y construye para sí una identidad transitoria: el producto inacabado de sus
aprendizajes. Así, gracias a la forma de esta identidad, personalidad o
ilusión egoica, transito, como creo que lo hacen los demás seres humanos, sumergido
en la experiencia de ser uno en relación al otro; de ser uno en conexión con la
totalidad.
Parece que se trata de una división correcta para mi. He creado una estructura donde experimento plenamente la expansión de mi forma: cierto equilibrio, cierta estabilidad, cierta satisfacción y bienestar.
Encarno el tiempo al asumir la experiencia
condensada de la evolución en el plano de la forma. El tiempo es, para mí, el
dador de forma, de experiencia vital, de muerte y de renovación.
La habitual confusión del tiempo instrumental, abstracto, frío y aparentemente riguroso, con el tiempo, aparentemente azaroso, de la memoria encarnada que se experimenta en los seres de
la creación, es una distorsión que genera graves consecuencias en los estados de
vitalidad de los seres vivos: nos impide respetar los procesos de crecimiento propios
de cada una de las criaturas de la naturaleza. Esta es, quizás, la mayor fuente
de alienación del ser humano. Nos aleja de nosotros mismos y nos anestesia de
nuestra conexión con nuestro entorno vital, la naturaleza, en el más amplio sentido del término.
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